sábado, 31 de octubre de 2009

Alejandra Pizarnik - PROSA



UNA DE HALLOWEEN.... 

AQUELLA DAMA SOMBRÍA SEDIENTA DE LA SANGRE, 
DEL DOLOR Y AGONÍA DE SUS JÓVENES VÍCTIMAS...


Sobre Erzébet Báthory, la condesa sangrienta

Nace en 1560 en el seno de distinguida familia de la aristocracia húngara. Su primo sería primer ministro de Hungría y un tío suyo rey de Polonia.
Cuando contaba 15 años fue casada con el conde Nadasdy, conocido como "El Héroe Negro", quien la lleva a vivir a un alejado castillo en los montes Cárpatos.
El conde no demora en ser convocado a siempre lejanas guerras. Al cabo de muchos momentos de espera, Erzébet (Elizabeth) -quizás aburrida por el aislamiento- comienza a realizar salidas del castillo, y al fin conoce a un joven noble -a quien la gente del lugar llamaba "el vampiro" debido a su extraño aspecto- con quien inicia un apasionado romance. De regreso al castillo -y quizás ya desinhibida de ataduras morales- mantiene relaciones lésbicas con algunas doncellas.
Desde ese momento, amparada en las largas ausencias del conde, comienza también a interesarse por la brujería, rodeándose de una corte de hechiceros y alquimistas.

A medida que pasan los años la belleza que la caracterizaba se fue naturalmente degradando, y preocupada por su aspecto pide consejo a una vieja bruja nodriza. Ésta le señala que la sangre humana tiene el poder de rejuvener la piel y le sugiere que los baños con sangre de jovenes doncellas pueden conservar la belleza eternamente.

En esa época nace su primer hijo, al que siguen tres más, y si bien su papel maternal le absorbe la mayor parte del tiempo, en el fondo le resuenan aquellas palabras de la nodriza: "belleza eterna".

Al poco tiempo caería su primer víctima: una joven sirvienta la estaba peinando, e involuntariamente da un tirón de sus cabellos. La condesa, irascible, le propina tal bofetada que la sangre de la joven se derrama en su mano, a cuyo contacto la cree sentir más suave, concluyendo que la sangre ciertamente rejuvenece los tejidos. Con la ambición de recuperar la belleza de su juventud -tiene cuarenta años- ordena que corten las venas a la aterrada joven y viertan la sangre en una bañera.

A partir de ese momento, los baños de sangre serían su casi única obsesión, hasta el punto de recorrer los Cárpatos en un carruaje negro en busca de jóvenes víctimas, a quienes seducía prometiéndoles empleo en el castillo. Si el engaño no resultaba se procedía al secuestro, con la total impunidad que otorgaba la pertenencia a la aristocracia. Una vez en el castillo, las víctimas eran encadenadas y acuchilladas en los sótanos por un verdugo, un sirviente o la propia condesa, con el fin de desangrarlas y verter la sangre en la bañera. Ya ella dentro de la pila, ordenaba que derramasen la sangre de las víctimas por todo su cuerpo y luego, con el fin de prolongar la sensación de suavidad en la piel y acentuar el oscuro placer que ello le provocaba, ordenaba que un grupo de sirvientas elegidas lamieran su cuerpo desnudo empapado en sangre. Si estas mostraban repugnancia o recelo, ordenaba torturarlas hasta la muerte. Si por el contrario reaccionaban de forma favorable, la condesa las recompensaba.

En ocasiones algunas jovenes que distinguían por su belleza eran mantenidas con vida y encerradas largos años en los sótanos del castillo, a fin de extraerles periódicamente pequeñas cantidades de sangre mediante incisiones, que la condesa bebía.

Cráneos y huesos eran utilizados por los hechiceros del castillo, convencidos que sólo los sacrificios humanos daban resultado en ceremonias y rituales.

Durante diez años los aterrados lugareños vieron el tétrico carruaje con el emblema de la condesa Báthory rastrear la zona en busca de adolescentes, las que ya dentro del castillo nunca más se las volverían a ver.

Los cadáveres eran sepultados en las inmediaciones del castillo, hasta que finalmente, por desidia o descuido, eran abandonados a cielo abierto, sirviendo como alimento de las alimañas.

Algunos aldeanos aseguraban escuchar gritos estremecedores salir del castillo, y comenzaron a extenderse rumores de que algo extraño sucedía. Finalmente los aldeanos rondan las inmediaciones del castillo y encuentran una docena de cadáveres, desencadenándose una espontánea revuelta popular. Se declaró que el castillo "estaba maldito y era residencia de vampiros". Los ecos de la revuelta llegaron hasta la corte.

Acusar a una familia aristócrata en esos tiempos era casi siempre algo infructuoso, sobre todo si -como en este caso- el acusado tenía amigos cercanos al poder. Por ese motivo el soberano no presta demasiada atención a las quejas populares. Pero finalmente, presionado, acepta enviar una comisión militar, la que irrumpe sorpresivamente en el castillo de la condesa Báthory en 1610. Los soldados encuentran en el piso del gran salón el cuerpo pálido y desangrado de una mujer; otra aún con vida, pero terriblemente torturada y con un objeto metálico incrustado en su cuerpo con el fin de extraerle la sangre; y una última, ya muerta, salvajemente azotada, desangrada y parcialmente quemada. En los alrededores del castillo, desentierran cincuenta cadáveres.

En los calabozos de los sótanos encuentran gran cantidad de niñas y jóvenes con vida, muchas tenían señales de haber sido sangradas en numerosas ocasiones. La condesa y algunos de sus brujos son sorprendidos en una habitación del castillo en medio de un sangriento ritual. Todos son detenidos y conducidos a prisión; las víctimas aún con vida son liberadas y devueltas a sus familiares. Los crímenes de la condesa Báthory habían durado aproximadamente diez años.

En el juicio sobraron las pruebas para condenar a Elizabeth Báthory. Ésta confesaría haber asesinado, junto a sus cómplices hechiceros y verdugos, a más de 600 jóvenes y haberse bañado en "ese fluído cálido y viscoso a fín de conservar su hermosura y lozanía".

Le seducía el olor de la muerte, la tortura y las orgías sangrientas. Decía que todo ello poseía un "siniestro perfume". Sus cómplices fueron hallados culpables, decapitados o quemados en la hoguera.

Báthory, contando con el privilegio de pertenecer a la nobleza y ser amiga personal del rey húngaro, fue condenada a una lenta agonía: la emparedaron en su propio dormitorio del castillo, dejando una pequeña abertura por donde le pasaban agua y algunos pocos alimentos. Sobrevivió cuatro años en ese oscuro y reducido habitáculo, cohabitando con sus propios desechos corporales y quizás con insectos y ratas, sin intentar comunicarse ni pronunciar ninguna palabra. En algún momento decidió no tomar más los desperdicios que le introducían como alimento, iniciando una "huelga de hambre", tal vez para conmover al rey. Al fin muere consumida en el año 1614. Contaba 54 años de edad. Paradójico fin de quien había perseguido la belleza eterna.


La condesa sangrienta de Alejandra Pizarnik (1936-1972) se publica en Buenos Aires en 1965

La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik:

Introducción

El criminal no hace la belleza;
él mismo es la auténtica belleza.
- Sartre
Valentine Penrose ha recopilado documentos y relaciones acerca de un personaje real e insólito: la condesa Báthory, asesina de 650 muchachas.
Excelente poeta (su primer libro lleva un fervoroso prefacio de Paul Eduard), no ha separado su don poético de su minuciosa erudición. Sin alterar los datos reales penosamente obtenidos, los ha refundido en una suerte de vasto y hermoso poema en prosa.
La perversión sexual y la demencia de la condesa Báthory son tan evidentes que Valentine Penrose se desentiende de ellas para concentrarse exclusivamente en la belleza convulsiva del personaje.
No es fácil mostrar esta suerte de belleza. Valentine Penrose, sin embargo, lo ha logrado, pues juega admirablemente con los valores estéticos de esta tenebrosa historia. Inscribe el reino subterráneo de Erzsébet Báthory en la sala de torturas de su castillo medieval: allí la siniestra hermosura de las criaturas nocturnas se resume en una silenciosa palidez legendaria, de ojos dementes, de cabellos del color suntuoso de los cuervos.
Un conocido filósofo incluye los gritos en la categoría del silencio. Gritos, jadeos, imprecaciones, forman una "sustancia silenciosa". La de este subsuelo es maléfica. Sentada en su trono, la condesa mira torturar y oye gritar. Sus viejas y horribles sirvientas son figuras silenciosas que traen fuego, cuchillos, agujas, atizadores; que torturan muchachas, que luego entierran. Como el atizador o los cuchillos, esas viejas son instrumentos de una posesión. Esta sombría ceremonia tiene una sola espectadora silenciosa.

La virgen de hierro

...parmi les rires rouges des l'eures
luisantes et les gestes monstrueux
des femmes mecániques.
- R. Dauma
lErzsébet Báthory
Había en Nuremberg un famoso autómata llamado "la Virgen de hierro". La condesa Báthory adquirió una replica para la sala de torturas de su castillo de Csejthe. Esta dama metálica era del tamaño y del color de la criatura humana. Desnuda, maquillada, enjoyada, con rubios cabellos que llegaban al suelo, un mecanismo permitía que sus labios se abrieran en una sonrisa, que losojos se movieran.
La condesa, sentada en su trono, contempla.
para que la "Virgen" entre en acción es preciso tocar algunas piedras preciosas de su collar. Responde inmediatamente con horribles sonidos mecánicos y muy lentamente alza los blancos brazos para que se cierren en un perfecto abrazo sobre lo que está cerca de ella -en este caso una muchacha-. La autómata la abraza y ya nadie podrá desanudar le cuerpo vivo del cuerpo dehierro, ambos iguales en belleza. De pronto, los senos maquillados de la dama de hierro se abren y aparecen cinco puñales que atraviesan a su viviente compañera de largos cabellos sueltos como los suyos.
Ya consumado el sacrificio, se toca otra piedra del collar: los brazos caen, la sonrisa se cierra así como los ojos, y la asesina vuelve a ser la "Virgen" inmóvil en su féretro.
[...]

La jaula mortal

...Des blessures écarlates et noires
éclatent dans les chairs superbes.
Rimbaud
Tapizada con cuchillos y adornada con filosas puntas de acero, su tamaño admite un cuerpo humano; se la risa mediante una polea. La ceremonia de la jaula se despliega así:
La sirvienta Dorkó arrastra por los cabellos a una joven desnuda; la encierra en la jaula; alza la jaula. Aparece la "dama de éstas ruinas", la sonámbula vestida de blanco. lenta y silenciosa se sienta en un escabel situado debajo de la jaula.
Rojo atizador en mano, Dorkó azuza a la prisionera quien, al retroceder --y eh aquí la gracia de la jaula--, se clava por si misma los filosos aceros mientras su sangre mana sobre la mujer pálida que la recibe impasible con los ojos puestos en ningún lado. Cuando se repone de su trance se aleja lentamente. Han habido dos metamorfosis: su vestido blanco , ahora es rojo y donde hubo una muchacha hay un cadáver.

Torturas clásicas

Fruits purs de tout outrage et
[vierges de gerçures.
Dont la chair lisse et ferme
[appelait les morsures!
- Baudelaire
Salvo algunas interferencias barrocas -tales como la "Virgen de hierro", la muerte por agua o la jaula- la condesa adhería a un estilo de torturar monótonamente clásico que se podría resumir así:
Se escogían varias muchachas altas, bellas y resistentes -su edad oscilaba entre los 12 y los 18 años- y se las arrastraba a la sala de torturas en donde esperaba, vestida de blanco en su trono, la condesa. Una vez maniatadas, las sirvientas las flagelaban hasta que la piel del cuerpo se desgarraba y las muchachas se transformaban en llagas tumefactas; les aplicaban los atizadores enrojecidos al fuego; les cortaban los dedos con tijeras o cizallas; les punzaban las llagas; les practicaban incisiones con navajas (si la condesa se fatigaba de oír gritos les cosían la boca; si alguna joven se desvanecía demasiado pronto se la auxiliaba haciendo arder entre sus piernas papel embebido en aceite). La sangre manaba como un geiser y el vestido blanco de la dama nocturna se volvía rojo. Y tanto, que debía ir a su aposento y cambiarlo por otro (¿en qué pensaría durante esa breve interrupción?). También los muros y el techo se teñían de rojo.
No siempre la dama permanecía ociosa en tanto los demás se afanaban y trabajaban en torno a ella. A veces colaboraba, y entonces, con gran ímpetu, arrancaba la carne -en los lugares más sensibles- mediante pequeñas pinzas de plata, hundía agujas, cortaba la piel de entre los dedos, aplicaba a las plantas de los pies cucharas y planchas enrojecidas al fuego, fustigaba (en el curso de un viaje ordenó que mantuvieran de pie a una muchacha que acababa de morir y continuó fustigándola aunque estaba muerta); también hizo morir a varias con agua helada (un invento de su hechicera Darvulia consistía en sumergir a una muchacha en agua fría y dejarla en remojo toda la noche). En fin, cuando se enfermaba las hacía traer a su lecho y las mordía.
Durante sus crisis eróticas, escapaban de sus labios palabras procaces destinadas a las supliciadas. Imprecaciones soeces y gritos de loba eran sus formas expresivas mientras recorría, enardecida, el tenebroso recinto. Pero nada era más espantoso que su risa. (Resumo: el castillo medieval; lasala de torturas; las tiernas muchachas; las viejas y horrendas sirvientas; la hermosa alucinada riendo desde su maldito éxtasis provocado por el sufrimiento ajeno.)
... sus últimas palabras, antes de deslizarse en el desfallecimiento concluyente, eran: "Más, todavía más, más fuerte!"
No siempre el día era inocente, la noche culpable. Sucedía que jóvenes costureras aportaban, durante las horas diurnas, vestidos para la condesa, y esto era ocasión de numerosas escenas de crueldad. Infaliblemente, Dorkó hallaba defectos en la confección de las prendas y seleccionaba a dos o tres culpables (en ese momento losojos lóbregos de la condesa se ponían a relucir). Los castigos a las costureritas -y a las jóvenes sirvientas en general- admitían variantes. Si la condesa estaba en uno de sus excepcionales días de bondad, Dorkó se limitaba a desnudar a las culpables que continuaban trabajando desnudas, bajo la mirada de la condesa, en los aposentos llenos de gatos negros. Las muchachas sobrellevaban con penoso asombroesta condena indolora pues nunca hubieran creído en su posibilidad real. Oscuramente, debían de sentirse terriblemente humilladas pues su desnudez las ingresaba en una suerte de tiempo animal realzado por la presencia "humana" de la condesa perfectamente vestida que las contemplaba. Esta escena me llevó a pensar en la Muerte -la de las viejas alegorías; la protagonista de la Danza de la Muerte. Desnudar es propio de la Muerte. También lo es la incesante contemplación de las criaturas por ella desposeídas. Pero hay más: el desfallecimiento sexual nos obliga a gestos y expresiones del morir (jadeos y estertores como de agonía; lamentos y quejidos arrancados por el paroxismo). Si el acto sexual implica unasuerte de muerte, Erzsébet Báthory necesitaba de la muerte visible, elemental, grosera, para poder, a su vez, morir de esa muerte figurada que viene a ser el orgasmo. Pero, ¿quién es la Muerte ? Es la Dama que asola y agosta cómo y dónde quiere. Sí, y además es una definición posible de la condesa Báthory. Nunca nadie no quiso de tal modo envejecer, esto es: morir. Por eso, tal vez, representaba y encarnaba ala Muerte. Porque, ¿cómo ha de morir la Muerte?
Volvemos a las costureritas y a las sirvientas. Si Erzsébet amanecía irascible, no se conformaba con cuadros vivos, sino que:
A la que había robado una moneda le pagaba con la misma moneda... enrojecida al fuego, que la niña debía apretar dentro de su mano.
A la que había conversado mucho en horas de trabajo, la misma condesa le cosía la boca o, contrariamente, le abría la boca y tiraba hasta que los labios se desgarraban.
También empleaba el atizador, con el que quemaba, al azar, mejillas, senos, lenguas...
Cuando los castigos eran ejecutados en el aposento de Erzsébet, se hacía necesario, por la noche, esparcir grandes cantidades de ceniza en derredor del lecho para que la noble dama atravesara sin dificultad las vastas charcas de sangre.
[...]

El espejo de la melancolía

¡Todo es espejo!
- Octavio Paz
...vivía delante de su gran espejo sombrío, el famoso espejo cuyo modelo había diseñado ella misma... Tan confortable era que presentaba unos salientes en donde apoyar los brazos de manera de permanecer muchas horas frente a él sin fatigarse. Podemos conjeturar que habiendo creído diseñar un espejo, Erzsébet trazó los planos de su morada. Y ahora comprendemos por qué sólo la música más arrebatadoramente triste de su orquesta de gitanos o las riesgosas partidas de caza o el violento perfume de las hierbas mágicas en la cabaña de la hechicera o -sobre todo- los subsuelos anegados de sangre humana, pudieron alumbrar en los ojos de su perfecta cara algo a modo de mirada viviente. Porque nadie tiene más sed de tierra, de sangre y de sexualidad feroz que estas criaturas que habitan los fríos espejos. Y a propósito de espejos: nunca pudieron aclararse los rumores acerca de la homosexualidad de la condesa, ignorándose si se trataba de una tendencia inconsciente o si, por lo contrario, la aceptó con naturalidad, como un derecho más que le correspondía. En lo esencial, vivió sumida en su ámbito exclusivamente femenino. No hubo sino mujeres en sus noches de crímenes. Luego, algunos detalles, son obviamente reveladores: por ejemplo, en la sala de torturas, en los momentos de máxima tensión, solía introducir ella misma un cirio ardiente en el sexo de la víctima. También hay testimonios que dicen de una lujuria menos solitaria. Una sirvienta aseguró en el proceso que una aristocrática y misteriosa dama vestida de mancebo visitaba a la condesa. En una ocasión las descubrió juntas, torturando a una muchacha. Pero se ignora si compartían otros placeres que los sádicos.
Continúo con el tema del espejo. Si bien no se trata de explicar a esta siniestra figura, es preciso detenerse en el hecho de que padecía el mal del siglo XVI: la melancolía.
Un color invariable rige al melancólico: su interior es un espacio de color de luto; nada pasa allí, nadie pasa. Es una escena sin decorados donde el yo inerte es asistido por el yo que sufre por esa inercia. Éste quisiera liberar al prisionero, pero cualquier tentativa fracasa como hubiera fracasado Teseo si , además de ser él mismo, hubiese sido, también, el Minotauro; matarlo, entonces, habría exigido matarse. Pero hay remedios fugitivos: los placeres sexuales, por ejemplo, por un breve tiempo pueden borrar la silenciosa galería de ecos y de espejos que es el alma melancólica. Y más aún: hasta pueden iluminar ese recinto enlutado y transformarlo en una suerte de cajita de música con figuras de vivos y alegres colores que danzan y cantan deliciosamente. Luego, cuando se acabe la cuerda, habrá que retornar a la inmovilidad y al silencio. La cajita de música no es un medio de comparación gratuito. Creo que la melancolía es, en suma, un problema musical: una disonancia, un ritmo trastornado. Mientras afuera todo sucede con un ritmo vertiginoso de cascada, adentro hay una lentitud exhausta de gota de agua cayendo de tanto en tanto. De allí que ese afuera contemplado desde el adentro melancólico resulte absurdo e irreal y constituya "la farsa que todos tenemos que representar". Pero por un instante -sea por una música salvaje, o alguna droga, o el acto sexual en su máxima violencia-, el ritmo lentísimo del melancólico no sólo llega a acordarse con el del mundo externo, sino que lo sobrepasa con una desmesura indeciblemente dichosa; y el yo vibra animado por energías delirantes.
Al melancólico el tiempo se le manifiesta como suspensión del transcurrir -en verdad, hay un transcurrir, pero su lentitud evoca el crecimiento de las uñas de los muertos- que precede y continúa a la violencia fatalmente efímera. Entre dos silencios o dos muertes, la prodigiosa y fugaz velocidad, revestida de variadas formas que van de la inocente ebriedad a las perversiones sexuales y aun al crimen. Y pienso en Erzsébet Báthory y en sus noches cuyo ritmo medían los gritos de las adolescentes. El libro que comento en estas notas lleva un retrato de la condesa: la sombría y hermosa dama se parece a la alegoría de la melancolía que muestran los viejos grabados. Quiero recordar, además, que en su época una melancólica significaba una poseída por el demonio.

El castillo de Csejthe

Le chemin de rocs est semé de cris sombres
P.J. JOUVE
Castillo de piedras grises, escasas ventanas, torres cuadradas, laberintos subterráneos, castillo emplazado en la colina de rocas, de hierbas ralas y secas, de bosques con fieras blancas en invierno y oscuras en verano, castillo que Erzébet Báthory amaba por su funesta soledad de muros que ahogaban todo grito. El aposento de la condesa, frío y mal alumbrado por una lámpara de aceite de jazmín, olía a sangre así como el subsuelo a cadáver. De haberlo querido, hubiera podido realizar su "gran obra" a la luz del día y diezmar muchachas al sol, pero le fascinaban las tinieblas del laberinto que tan bien se acordaban a su terrible erotismo, de nieve y de murallas. Amaba el laberinto, que significa el lugar típico donde tenemos miedo; el viscoso, el inseguro espacio de la desprotección y del extraviarse. ¿Qué hacía de sus días y de sus noches en la soledad de Csejthe? Sabemos algo de sus noches. En cuanto a sus días, la bellísima condesa no se separaba de sus dos viejas sirvientas, dos escapadas de alguna obra de Goya: las sucias, malolientes, increíblemente feas y perversas Dorkó y Jó Ilona. Éstas intentaban divertirla hasta con historias domésticas que ella no entendía, si bien necesitaba de ese continuo y deleznable rumor. Otra manera de matar el tiempo consistía en contemplar sus joyas, mirarse en su famoso espejo y cambiarse quince trajes por día. Dueña de un gran sentido práctico, se preocupaba de que las prisiones del subsuelo estuvieran siempre bien abastecidas; pensaba en el porvenir de sus hijos -que siempre residieron lejos de ella; administraba sus bienes con inteligencia y se ocupaba, en fin, de todos los pequeños detalles que rigen el orden profano de los días.

Medidas severas

... la loi, froide par elle-même,
ne saurait être accessible aux
passions qui peuvent légitimer
la cruelle action du meurtre.
- Sade
Durante seis años la condesa asesinó impunemente. En el transcurso de esos años no habían cesado de correr los más tristes rumores a su respecto. Pero el nombre Báthory, no sólo ilustre sino activamente protegido por los Habsburgo, atemorizaba a los probables denunciadores.
Gyorgy ThurzoHacia 1610 el rey tenía más siniestros informes -acompañados de pruebas- acerca de la condesa. Después de largas vacilaciones decidió tomar severas medidas. Encargó al poderoso palatino Thurzó que indagara los luctuosos hechos de Csejthe y castigase a la culpable.
En compañía de sus hombres armados, Thurzó llegó al castillo sin anunciarse. En el subsuelo, desordenado por la sangrienta ceremonia de la noche anterior, encontró un bello cadáver mutilado y dos niñas en agonía. No es esto todo. Aspiró el olor a cadáver; miró los muros ensangrentados; vio "la Virgen de hierro", la jaula, los instrumentos de tortura, las vasijas con sangre reseca, las celdas -y en una de ellas a un grupo de muchachas que aguardaban su turno para morir y que le dijeron que después de muchos días de ayuno les habían servido una cierta carne asada que había pertenecido a los hermosos cuerpos de sus compañeras muertas...
La condesa, sin negar las acusaciones de Thurzó, declaró que todo aquello era su derecho de mujer noble y de alto rango. A lo que respondió el palatino: ...te condeno a prisión perpetua dentro de tu castillo.
Desde su corazón, Thurzó se diría que había que decapitar a la condesa, pero un castigo tan ejemplar hubiese podido suscitar la reprobación no solo respecto a los Báthory sino a los nobles en general. Mientras tanto, en el aposento de la condesa fue hallado un cuadernillo cubierto por su letra con los nombres y las señas particulares de sus víctimas que allí sumaban 610... En cuanto a los secuaces de Erzsébet, se los procesó, confesaron hechos increíbles, y murieron en la hoguera.
La prisión subía en torno suyo. Se muraron las puertas y las ventanas de su aposento. En una pared fue practicada una ínfima ventanilla por donde poder pasarle los alimentos. Y cuando todo estuvo terminado erigieron cuatro patíbulos en los ángulos del castillo para señalar que allí vivía una condenada a muerte.
Así vivió más de tres años, casi muerta de frío y de hambre. Nunca demostró arrepentimiento. Nunca comprendió por qué la condenaron. El 21 de agosto de 1614, un cronista de la época escribía: Murió al anochecer, abandonada de todos.
Ella no sintió miedo, no tembló nunca. Entonces, ninguna compasión ni emoción ni admiración por ella. Sólo un quedar en suspenso en el exceso del horror, una fascinación por un vestido blanco que se vuelve rojo, por la idea de un absoluto desgarramiento, por la evocación de un silencio constelado de gritos en donde todo es la imagen de una belleza inaceptable.
Como Sade en sus escritos, como Gilles de Rais en sus crímenes, la condesa Báthory alcanzo, más allá de todo límite, el último fondo del desenfreno. Ella es una prueba más de que la libertad absoluta de la criatura humana es horrible.
* . Valentine Penrose: Erzsébet Báthory, la comtesse sanglante (Mercure de France, París, 1963)


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